Y
Humboldt lo hizo. Habló con las piedras, pero también con los volcanes, las
flores, los animales… Humboldt se acercó a la Naturaleza salvaje e indómita y
la escuchó hablar. Y al margen de lo que vió (colores, diversidad,
exhuberancia, belleza, ...) escuchó discursos de amor, de revolución, de razón,
de bonhomía, de fraternidad… Humboldt fue el paradigma de viajero naturalista
del siglo XVIII. Amparado por los restos que en la Administración imperial
española quedaban de la ilustración de Carlos III, recorrió las provincias
equinocciales de América, donde se quedó maravillado por todas las maravillas
que, desconocidas, allí desbordaban a la propia Naturaleza. Recorriendo ríos,
páramos, cadenas montañosas, fue el gran erudito de su momento, del que toda
Europa estaba pendiente. Con un afán romántico por el conocimiento (impulsado
por Goethe), investigó febrilmente todo cuanto allí había: Esa magnificencia, y
el ritmo de su descubrimiento, son perfectamente narrados por William Ospina quien,
con una prosa igualmente rica y trepidante, nos sumerge en la cuenca del Orinoco
buscando a Mutis, o escalando volcanes, clasificando orquídeas, tomando
mediciones barométricas. Y con ello descubrimos muchas pequeñas historias, las
de los ilustradores de láminas botánicas, las haciendas productoras de quina,
los remeros del río Magdalena… y otras grandes, como la inspiración que
Humboldt y su obra supusieron para el despertar de las revoluciones americanas,
o la creación de famosos poemas cosmogónicos. Un magnífico relato de viajes
novelado, en el que la pasión por vivir, la sobrecogedora belleza de la naturaleza,
el amor puro y el valor del espíritu científico se dan cita, y nos llevan,
merced a la maestría del autor, a vivirlos, intensamente, en primera persona.
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