De clamoroso éxito debe calificarse la
arriesgada exposición acometida por el Prado en torno a un autor prácticamente desconocido
por el gran público, aunque clave en la historia de la pintura, no sólo
francesa, sino Europea. La casi integral de Georges de la Tour (se expusieron
gran parte de sus apenas cuarenta pinturas), ha reunido obras maestras cedidas
por algunas de las mejores pinacotecas del mundo, incluyendo las dos que
atesora (y nunca mejor dicho) el Prado. En ella admiramos a un autor con
fuertes inquietudes sociales, que al margen de su vertiente cortesana, quizás
la menos interesante, centra su mirada, la que se refleja en sus mejores
cuadros, en tipos humanos, especialmente mujeres, solitarios, tranquilos y
reflexivos, a modo de santos laicos; es un pintor que partiendo del claroscuro
barroco, nos acerca al intimismo prerrafaelita. Su paleta, aparentemente
limitada a los marrones, muestra una infinidad de tonos, realzados por los
fogonazos carmesíes que permiten balancear el peso cromático de los cuadros;
tonos cálidos que se iluminan con una absoluta maestría, apenas igualada en la
pintura. Las pieles mórbidas de sus mujeres, sus transparencias y la gran
capacidad para pintar la oscuridad nos sitúan ante un grandísimo maestro que
debe ser tenido entre los más grandes de la pintura.
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