Con
motivo del centenario de la muerte de Cervantes, el diario El País encargó a
Julio Llamazares un viaje que siguiera, por la España del siglo XXI, la ruta
que hiciera don Quijote. No pudo elegirse mejor narrador. Llamazares es el gran
paisajista de la literatura española, y más, cuando el paisaje implica un viaje
y, sobre todo, cuando ha de recorrer terrenos despoblados, en los que el hombre
se enfrenta a sí mismo, sin ruidos. Y es que es ahí, en la ausencia de la
gente, cuando, precisamente, más trasciende el poso social de la literatura de
Llamazares. En los ambientes desolados, Llamazares encuentra el valor
intrínseco del ser humano, como en el Don Quijote que, más allá de su valor
literario, es una novela humana, de tipos profundos grandes y míseros, por
encima de los convencionalismos. No es un viaje cervantino ni académico, es una excusa para hablar de
España, de una España actual que hunde sus raíces en la del Quijote y muestra
que, a veces, es más cercana de lo que pensamos. ¿Cómo no evocar tiempos
pasados en las ventas de Sierra Morena con su miseria latente?, ¿en el
tránsito de los Monegros, con paisajes desoladamente manchegos?, ¿con los
bandoleros de la las sierras catalanas?. Con todo, el halo cervantino siempre
está presente; desde el inicio del viaje, Cervantes y su obra magna son la
muleta que permite hablar de España, y ese es quizás uno de los grandes valores
de Cervantes que Llamazares rescata parta el lector, su intemporalidad, su
visión crítica y tragicómica de España, la anterior y la actual, porque es la
misma. Todo ello en el estilo sencillo y a la vez profundo de Llamazares, quien
no interpreta el paisaje, simplemente lo describe, propone preguntas y genera
dudas que el lector no podrá evitar tener que responder.
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