Los
críticos (de cualquier rama artística) suelen tener un concepto elevado de sí
mismos. A fuerza de leer, ver o escuchar, creen tener acceso a las claves de la
creación. Si bien es cierto que el paladar del buen gusto se nutre del disfrute
del arte ajeno, eso no implica que haya un trasvase de capacidades entre
autores y observadores. Los críticos, en fin, cuando abandonan el análisis y se
tornan en creadores, en el convencimiento de que conocen lo que hay que saber
para crear obras maestras, demuestran dos cosas: que la crítica es subjetiva y
no es arte; y que manifestar erudición, no es una muestra de calidad, sino de
pedantería cuando se convierte en objetivo principal. Supuestamente, esta
pequeña obra de Levy-Kuentz trata de mostrar diferentes cuadros sociales y personales
desde la óptica de un diletante protagonista, el propio autor, que desde la
terraza de un bar parisiense actúa como crítico de las situaciones vitales que
observa. No es esencialmente aguda, ni suficientemente irónica, ni
esencialmente grande; es una obra pesada, llena de citas que apenas permiten disfrutar
de una lectura, por otra parte, absolutamente prescindible. Obra, eso sí, necesaria
para posturear, tanto el autor como los desprevenidos lectores que esperen una escritura
más auténtica, menos alambicada y más sincera.
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