A Feynmann hay que quererle u odiarle. Su autobiografía, a
modo de secuencia de recuerdos y anécdotas deshilvanadas, no pasará a la
historia de la literatura, pero sí debe pasar a la historia de la ciencia
porque, haciendo uso de la excepcional habilidad comunicativa de los autores
anglosajones (desenfadado, directo, gracioso,…) transmite ideas importantes que
reflejan, no sólo la personalidad del autor (ciertamente singular), sino
algunos principios claros que se deben encontrar en el entorno de la ciencia teórica
(e incluso aplicada) de alto nivel: la curiosidad como motor de la
investigación; la multidisciplinariedad para favorecer la apertura de miras; la
resistencia a la autoridad en el sentido de no dar cosas por ciertas “porque
sí”; y desde luego ver la vida con una sonrisa en la boca, con “espíritu de
novedad” que diría Wenceslao Fernández. Sólo así se entiende que un físico
teórico de alto nivel, uno de los padres de la mecánica cuántica, premio nobel,
destaque, además, por abrir cajas fuertes en laboratorios de alta seguridad,
ser experto en tocar bongos, o ser capaz de fingir estupidez para librarse de
ir al ejército… y todo ello, sin menoscabo de su actividad. Toda una lección y
un chorro de aire fresco para el academicismo fatuo.
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